jueves, 14 de julio de 2011

El caballo de Troya

Troya (antigua Ilion) ciudad famosa de la leyenda griega, situada en el extremo noroeste de Asia Menor, en la actual Turquía, fue fundada por Ilus, el hijo de Tros de quien se deriva el nombre de Troya. Durante el reinado de Príamo, hijo de Laomedón, tuvo lugar la guerra entre los soldados griegos del último periodo micénico y los habitantes romanos de Tróade.
Los guerreros griegos avanzaron hacia Troya en mil esbeltas y ligeras naves. Anclaron en la rada frente de la amurallada ciudad. ¿La imponente fuerza naval con sus miles de guerreros conseguiría, por fin, penetrar en la ciudad hasta ahora indómita? Lo habían intentado durante nuevo años. Este era el décimo. De no conquistar la ciudad, se retirarían definitivamente. Pero el honor humillado y el espíritu combativo que les animaba por rescatar a Helena de manos de Paris, príncipe troyano, que la había raptado y confinado con él en la ciudad de Tróade, mantenían vivos sus esfuerzos guerreros. Sólo una idea inverosímil hecha realidad, podía, quizá, conseguir el milagro. Y lo consiguieron. Astutamente, lograron ingresar en la ciudad y adueñarse de ella. Odiseo fue el hombre que inventó la ardid inaudita.¡Troya caería!
Un día los romanos miraron asombrados desde sus murallas como, a lo lejos, los griegos en la playa entre grandes fogatas, bailes  y cantos estentóreos, bailaban alredor de un descomunal caballo de madera. Estaban estupefactos. No salían de su asombro. El caballo era enorme. Su cabezota llegaba a la altura de la muralla. Odiseo había mandado construirlo vacío por dentro. Varios soldados griegos armados, se habían ubicado sigilosamente en su interior. Los romanos imaginaban que los soldados griegos celebraban sus ritos a alguno de sus dioses. Al amanecer, con mayor sorpresa, divisaron como la flota griega abandonaba la ensenada y el caballo enorme permanecía abandonado en la playa cerca de la puerta principal de la muralla.
¿Por qué habían abandonado el caballo? ¿Desistieron, cansados, del asedio y se retiraban de la pelea pertinazmente estéril? Dentro de la ciudad había un griego infiltrado, un espía de nombre Sinon. Había logrado convencer a los capitanes que entraran el imponente caballo dentro de la ciudad afirmando que era un regalo de Poseidón que se había puesto a lado de los griegos. Así se hizo. Cayó la noche y sólo unos cuantos centinelas estaban deambulando y aún sorprendidos del enorme caballo mudo que tenían delante que al centelleo de las hogueras, aparecía fantasmagórico, espectral.
A primeras horas de la madrugada salieron, solapadamente, los guerreros griegos del caballo y, después de asesinar a los vigilantes fueron corriendo a abrir la puerta principal. Los griegos, durante la noche habían regresado a la bahía protegidos por la espesa neblina y la lobreguez de las  tinieblas. Desembarcaron sigilosamente de las naves y se apostaron junto a la puerta de la muralla, esperando que ésta fuera abierta por los soldados que estaban ya dentro de la ciudad.
Así que se abrió la puerta entraron a tropel, gritando y prendiendo fuego a las viviendas. Los guerreros romanos, asustados y adormecidos, no sabían qué estaba sucediendo. Cayeron a espada. La ciudad fue incendiada y destruida. “¡Cayó Troya!”, gritaban eufóricos los guerreros griegos blandiendo sus espadas, “¡Cayó Troya!” la invencible, la que tantos años costó doblegar.
¡Cuántas veces, quizá, dejamos entrar en nosotros guerreros adustos que dentro del caballo de las pasiones, asolan nuestra fortaleza interior!

miércoles, 6 de julio de 2011

Guillermo Tell

Era un patriota suizo. Vivía en las afueras de la ciudad condal gobernada por el despótico Gessler, gobernador del cantón de Uri. Era un experto cazador. Nunca fallaba. La flecha iba rauda y segura al objeto deseado. Gessler, soberbio, mandó colocar su gorro en lo alto de un poste que había en medio de la plaza pública y obligó que, todos los que pasaban por allí, se inclinaran reverentemente ante el gorro, de lo contrario serían castigados.
Un día pasó por la plaza Guillermo Tell. Miró de reojo el gorro sobre el poste y, despectivamente, siguió caminando sin mirarlo siquiera. No pasaron muchos minutos sin que  el gobernador fuera informado del desaire de Tell. Gessler se puso lívido de cólera. Le tenía a Tell una enorme envidia por sus dotes de buen cazador que dejaban en ridículo las que él poseía. La envidia es el mal endémico que corroe el espíritu y haced añicos todas las ilusiones y quereres más nobles. Capturaron a Tell y a su hijo al que amarraron en el poste de la plaza colocando encima de la cabeza una manzana. Tell, si tan buena puntería tenía, debía alcanzar la manzana puesta sobre la cabeza de su hijo menor. Si erraba el tiro, mataría a su hijo.
La plaza estaba llena a rebosar. El Gobernador, con sus capitanes y la gente de la ciudad miraba, con alevoso regocijo, la escena. Inflingiría un gran dolor a su rival. Llegó el momento. Apareció Guillermo Tell, con su arco y dos flechas en la aljaba. Se hizo un silencio expectante. Sonó un cuerno de caza y, Tell, asentó sus pies firmemente en la tierra. Sacó una flecha y la puso en la ballesta. Tensó el arco. La gente, anhelante, aguantaba la respiración. Un chasquido y la flecha salió rauda y segura hasta atravesar la manzana que quedó clavada en el poste. La gente exclamó con un oh grandioso, mientras el Conde, humillado, le quemaban las entrañas. Ladino, se acercó a Tell y le preguntó por qué llevaba otra flecha de repuesto. Guillermo Tell, mirándole fijamente a los ojos, exclamó: “Porque si con la primera flecha hubiera matado a mi hijo, con esa, sin que temblara mi pulso, hubiera ido certeramente al corazón del Conde”
Un hombre cabal, de una pieza y no una caricatura de hombre taimado, astuto, malicioso y pérfido.