viernes, 2 de diciembre de 2011

Nacido el Niño Jesús…

En una cueva y en una noche muy fría y lleno el cielo de estrellas titilantes que parpadeaban, asombradas, con ligero temblor, fue cuando la Virgen María trajo al mundo un Niño, bello como una rosa y radiante como un sol. El Niño -Dios hecho hombre- cuando abrió sus dulces ojitos, lo que vio por primera vez de las cosas de la tierra, fue el rostro amoroso y bello de su Madre. ¡ Jesús, lo primero que vio en la tierra al nacer, fue a su Madre!
El día se había presentado muy ajetreado. Desde las primeras horas de la mañana llegaron los pastores con ofrendas y cantos a adorar al Niño que había nacido en una cueva y que “estaba envuelto en pañales”. Esa era la señal para reconocerlo. Le cantaron, le bailaron, le besaron…estaban radiantes de alegría y gozo. María, con el Niño en sus brazos, sonreía a todos y agradecía los regalos y obsequios que le daban. José, a su lado, miraba complacido cómo saltaban y bailaban de alegría. No era para menos: ¡nos ha nacido el Mesias, el Redentor!
Ya, al caer el sol, cuando los pastores se habían ido, José se acercó a la entrada de la cueva  y con unos palos, intentó cerrar la entrada para que María y el Niño descansaran tranquilos. Cuando se asomó y miró de un lado para otro, su mirada vislumbró una figura de alguien que se acercaba, vacilante, hacia la cueva. Se preguntó quien sería esta persona a estas horas. Por supuesto que si viene a adorar al Niño, no se lo voy a permitir. María está cansada y el Niño ya duerme.
La figura fue avanzando lentamente. Era una mujer, vestida de negro, una anciana encorvada por el peso de los años. La figura seguía avanzando. Cuando ya estaba cerca de la cueva, José se asustó. Era una anciana con el rostro arrugadísimo, los cabellos largos y blanquísimos, la piel mortecina y pálida, cenicientas. Sus ojos -¡Dios mío, sus ojos!- brillaban como un ascua de fuego en las cuencas negras y hundidas. Iba tan encorvada que casi su cabeza rozaba el suelo. S. José se asustó. Pero lo más que le preocupó es que llevaba un rebozo deshecho y polvoriento que le cubría la cabeza, caía por la espalda, y llegaba hasta la cintura. Entre sus pliegues, escondía sus manos sosteniendo un objeto. Eso es lo que le espantó a José. ¿Llevará algún objeto para dañar al Niño? Ah, no. No lo iba a permitir.
Se puso frente a la boca de la cueva y le dijo, como excusándose: -Señora, ya es muy tarde, mi esposa descansa y el Niñito duerme. No puede pasar. Regrese mañana. La anciana no se movía del lugar. En esto se escuchó la voz de María que decía: -José, déjala pasar. José no se atrevía y dudaba pero, los deseos de su esposa eran preceptos para él. La dejó pasar. Pero, por si acaso, mientras la anciana avanzaba al fondo de la cueva, José, tomó un bastón que habían dejado los pastores y se puso detrás de la anciana, expectante. Además, Dios sabe qué lleva escondido entre sus manos tapadas entre los pliegues del rebozo.

¡Nos ha Nacido  Dios!
¡Alegrémonos!

La anciana llegó hasta donde estaba el Niño acomodado entre las pajas del pesebre. María sonrió a la anciana. En esto, la anciana fue desenvolviendo el rebozo, lentamente. José estaba en ascuas y apretaba fuertemente le bastón. Al final, en las manos macilentas, temblorosas y arrugadísima, mostró al Niño una manzana. Pero una manzana mordida en una parte y la depositó, cuidadosamente, sobre las pajas del pesebre cerca del Niño. Este tomó la manzana, le echó la bendición…y la manzana recobró todo su lozanía y frescura desapareciendo la mordedura. De la mejilla cenicienta de la anciana, se deslizó una lágrima que se quedó suspendida entre las pajas como una perla reluciente. ¡Era Eva, la primera mujer que en el Paraíso terrenal, mordió la manzana y por su acción de desobediencia ingresó el pecado en el mundo! Ahora sus ojos milenarios habían visto al Redentor y, por fin, la culpa quedaba perdonada.
La anciana, lentamente, sin darle la espalda, se retiró. Salió a la boca de la cueva y, cansinamente, reanudó el camino. Su figura encorvada se fue empequeñeciendo, empequeñeciendo hasta perderse en la lejanía cuando en el azul del cielo comenzaba a tachonarse de estrellas.