miércoles, 25 de mayo de 2011

Kekarporta
Mehemet II, sultán otomano de Turquía tiene grandes ambiciones guerreras. Nada menos que apoderarse de la ciudad bizantina de Constantinopla. La empresa se le presenta difícil. Pero a los hombres fieros y orgullosos nada les detiene en su inverosímil osadía; por el contrario, a los pusilánimes, les aterroriza cualquier proyecto grandioso y noble. La  Ciudad famosa, donde reside el basilea Constantino, posee unas murallas infranqueables. Rodeada por tres murallas, una detrás de otra, el bastión más fuerte tiene siete kilómetros de longitud. Resulta imposible destruirlas y asaltarlas. Ni las armas, ni los cañones hasta ahora fabricados, nada pueden contra esta muralla pétrea inconmovible. Mehemet estudia los planos por donde abrir brechas y asaltar la ciudad. Imposible. Las bolas de piedras que lanzan sus cañones resultan inútiles ante tamaña fortaleza. Ha intentado varias veces penetrar en ella con sus huestes, pero es rechazado una y otra vez ante la heroica resistencia de los cristianos que son, por lo demás, menores en número. No puede con ellos.
En estas se presentó ante él un húngaro llamado Urbas, fabricante de cañones quien le promete que puede construir un cañón, el más soberbio y grande hasta hoy fabricado. El cañon resulta una pieza de artillería fabulosa. Por su alcance y sobre todo por su poder destructivo, derrumba el muro más inexpugnable de un solo tiro. Mehemet manda fabricar varios de ellos. Los traslada por toda Tracia hasta las murallas de Bizancio. Doscientos hombres a la derecha y a la izquierda acomodan constantemente este monstruo de metal que avanza sobre carros en ristra. Miles de hombres acompañan esta “máquina arrojapiedras” y 50 pares de bueyes han sido enganchados. Sigilosamente emplaza los cañones, unos veinte o treinta, ante la ciudad que mira, espantada, aquel tubo de fierro más parecido a un demonio que no a un arma. Están perdidos. Las bocas furiosas vomitan piedras mortíferas que, de un solo disparo, desmoronan parte de la muralla. Una y otra vez, las bocas  van abriendo heridas en la antes inexpugnable muralla. Viene la orden de asalto. Alentados por el premio -cada uno podrá tomar en botín lo que quiera-, la horda de soldados turcos se lanza al asedio con garfios, escaleras, alfanjes, cimitarras y cuchillo en la boca. Las tropas de Bizancio, momentáneamente, resisten el ataque. Parece que aún no esta decidida la batalla a favor de unos u otros. Dos sarracenos recorren, sin ser vistos,  la tercera muralla cuando, asombrados, descubren que la puerta, la kerkaporta que da al mismo corazón de la ciudad, está abierta. No pueden creer que sea un descuido. Piensan más bien que se trata una trampa. Pero no, la pequeña puerta se ha dejado, inexplicablemente, abierta. Corren en busca de una tropa de soldados y, penetrando por ella, atacan por la espalda a los denodados soldados que estaban apostados en las brechas abiertas de la muralla.  Las huestes al grito de: “¡Allah, Allah-il-Allah!” saquean las iglesias, hacen prisioneros a los aguerridos jóvenes soldados, matan a los ancianos y se llevan a las mujeres. Allí cae Bizancio, la esplendorosa, la mil veces bendita y ensalzada…y cae por tener abierta, descuidadamente, una pequeña puerta.
Cuántas pequeñas cosas, por flojera, descuido o por desidia, acaban por derrumbar el muro inexpugnable de la voluntad, la rectora de nuestros actos nobles.