El Rostro del Cerro
Una pequeña aldea, acurrucada en las faldas de un cerro, se encontraba sitiada por uno ejércitos del país vecino, grande y poderoso. Su jefes querían que el pueblo aquel se integrara a
sus maneras y costumbres. Pero en vano. El pueblo se resistía y no cedía.
Empezaron las presiones: cercaron el pueblo, cortaron el agua, hostigaban con
gritos a sus habitantes y, cerraron los caminos para que nadie pudiera salir.
Lo moradores empezaron a preocuparse. Poco a poco el hambre y la zozobra mimaban su ánimo firme y resulto. Los niños lloraban y
las madres se desesperaban al ver que nada podían darles. Los ancianos del
pueblo, en reunión, estaban sin saber que determinación tomar. ¿Subir al cerro
y escapar por el otro lado? Imposible. ¿Atacar a los agresores? Serían
aniquilados irremisiblemente pues eran muchos más numerosos los guerreros que
ellos. ¿Rendirse? ¡Nunca! Su orgullo les mantenía firmes y no iban a doblar la
rodilla al prepotente y provocador adversario.
En plena reunión un anciano recordó una vieja leyenda de sus antepasados según la cual,
en caso de asedio y batallas, si alguno de los jóvenes del pueblo llegaba a
tener la fisonomía de un rostro que se dibujaba allá en lo alto del cerro,
llegaría a ser el libertador. Todos se quedaron asombrados y dirigieron sus
miradas al cerro. Si. En la cumbre se perfilaba un rostro, claro, de facciones
bien acusadas y ojos duros como la piedra de la que estaba formado.
Un joven, un muchacho, no sabía nada de la leyenda pero todos los días, sin excepción, subía al cerro y se quedaba largas horas contemplando el rostro guerrero del cerro. Así un día y otro día.
Al cabo de
cierto tiempo, los ancianos se dieron cuenta que el rostro del joven iba
adquiriendo la misma fisonomía del rostro que estaba, cincelado por el viento y
las lluvias, en el cerro. Se quedaron estupefactos. Cuando el joven regresaba a
la aldea en las tardes, los ancianos y el pueblo, quedamente, le seguían con la
mirada e instintivamente miraban al cerro. Su corazón latía con fuerza y se
llenaban de alegría al notar la similitud del rostro del cerro con la faz del
joven.
Efectivamente.
El joven llegó a ser un fiel retrato del rostro del guerrero que estaba en el
cerro. Aconsejado por los ancianos y reuniendo a los moradores, les expuso una
serie de estrategias para librarse del asedio. Los soldados del ejército del país
dominante, habían olvidado las precauciones y aflojado la vigilancia. Pensaban
que el pueblo no tardaría en caer, como cae la fruta madura del árbol. De
súbito se encontraron con un ataque feroz por parte de la gente de la aldea
capitaneados por el joven de rostro del guerrero. Les cayeron flechas
incendiarias, agua hirviendo desbarataba a los soldados que huían espantados
dando voces y lamentos, rodaban piedras descomunales que aplastaban las carpas, hombres y animales.
Habían
convertido un pequeño riachuelo que surgía del cerro en un caudal inmenso de
agua que debidamente almacenado en la parte interior de la muralla y que, abiertas
varias compuertas, se despeñaron rugientes derribando pertrechos y ahogando los
pocos soldados que no pudieron huir. La victoria fue total.
Contemplar,
día a día, con constancia y anhelo, por la oración , el rostro de Cristo, se
llega a ser “otro Cristo, el mismo Cristo”, en expresión de San Josemaría Escrivá y, así, se ganarán todas las batallas que
presente el enemigo común.
No hay comentarios:
Publicar un comentario